28 de septiembre de 2008

18 de septiembre de 2008

El impacto de una pequeña acción


Las monjas siempre me parecieron muy estrictas. Pasé en su colegio desde preprimaria hasta 3ero de secundaria. Diez años de mi vida porté un uniforme todos los días, desde el primer día de la primavera hasta el último del otoño utilicé un uniforme de verano consistente en falda, blusa de manga corta y chaleco, así como un suéter (opcional) parte del mismo uniforme. En esos diez años, a las monjas no les importaba si hacía calor (bastante como para traer el chaleco) o un fuerte frío que nos entumecía las piernas. El uniforme se respetaba hasta la fecha marcada en el calendario. Y el de tiempo de frio, unos pants con el escudo de la escuela impreso al frente y la chamarra o abrigo en los colores de la escuela. Todo esto usado con zapatillas (tennis) o unos zapatos verdaderamente horribles, antiestéticos pero cómodos, de suela de goma.

Estas monjas nos exigían libretas forradas, con los márgenes marcados en color, así como los libros reglamentarios de la SEP más los que ellas y los maestros consideraran adecuados. Libros, libretas y demás útiles tenían que cargarse de acuerdo al horario y pobre de ti que olvidaras algo en casa. Que tus padres lo llevaran a la escuela no era una opción. Que no llevaras el uniforme tampoco lo era (después de dos ocasiones eras devuelta a casa sin misericordia), lo que hacía que alguien tuviera que ir por ti. Que faltaras por que tenías dolor de cabeza o de estómago era señal de debilidad e indisciplina. Obviamente para faltar a un examen tenías que llevar un justificante médico que decía que estabas imposibilitada para asistir o bien que tu enfermedad era contagiosa.

Cada boleta de calificación mensual tenía que ser firmada por tus padres, quienes por lo menos una vez al año se reunirían con tu maestra para ver el avance que llevabas en las clases. Las clases de ciencia convivían con las de religión. Las evaluaciones eran frías y directas. El nivel de exigencia era alto y el de disciplina más.

Nada fuera de lo común, supongo, por lo menos comparado con otras escuelas (a veces privadas, a veces públicas) de la época. En ese entonces apenas comenzaban las pláticas para los padres respecto a cómo educar a los hijos, cómo formarles disciplina, carácter y tantas cosas más que ahora son tan remotas. Sin embargo, nuestros padres hablaban de una disciplina más férrea que la nuestra, de una educación más completa, de unos maestros más inaccesibles.

Quiero pensar que cuando los niños de ahora crezcan, tendrán que visitar menos al psicólogo que los de mi generación, sin embargo, comienzo a preguntarme si la violencia que estamos viviendo no tiene qué ver con esta educación que empezó a ser más laxa con el paso de los años.

Cuándo estaba en la universidad me tocó ver un caso en que la madre de uno de los compañeros fué a quejarse con el maestro de las calificaciones que ponía a su hijo. A mí, que me inscribí por mi cuenta en la preparatoria y en la universidad, y que mi madre pisó mi escuela solamente para asistir a mi graduación, me parecía inconcebible cuando menos, además de vergonzoso, que la mamá de alguien fuera a exigir que se cambiara una calificación.

Sin embargo, gracias a mis amigos maestros, cada vez sé de más casos en los que los padres asisten a la escuela para quejarse del maestro. Mi mamá nunca supo de cuando nos pusimos en huelga para que cambiaran a un maestro (cuando yo estaba en secundaria) o cuando fuimos a hacer un plantón afuera de la coordinación para que quitaran a otro, cuando estaba en la coordinación. Y estoy segura que si lo hubiera sabido habría dicho (y probablemente con justa razón):
a) que quienes necesitaban cambiar su manera de ser y de pensar éramos los alumnos.
b) que la vida no es justa y tienes que acostumbrarte.
c) que teníamos demasiadas libertades y por eso era que exigíamos tonterías.

Hace un par de años la directora de la escuela de mi hija nos contaba, con lágrimas en los ojos, la ocasión en que tuvo que negar la entrada a una bebé con varicela en la guardería, y la madre, molesta, sacó a sus niños de esa escuela y se quejó con otras madres de familia de la insensibilidad de la directora. Hace unos meses, una conocida me contaba de que fue a hablar con la maestra de su hijo porque el niño decía que había un compañerito en la escuela que no lo quería.

Casos como estos, en los que los padres en vez de aliarse con los maestros para la educación y el cuidado de los hijos se ponen en contra, o critican las acciones de los maestros sin conocerlas a detalle están minando cada vez más el crecimiento, desarrollo, educación y formación moral de nuestros niños. De todos.

Muchos maestros prefieren evitarse problemas gratis y se limitan a decir su clase como quien lee las tablas de multiplicar. Muchos padres prefieren dejar la formación de sus hijos enteramente en manos de los maestros y sirvientas. Y el día que, como resultado de una mala acción un extraño les llama la atención a los niños en la calle (este tema es motivo de otro post), se ponen como energúmenos porque te atreves a decirles algo. Perdónenme, señores, pero alguien tiene que educarlos. Si no son los padres, será la vida misma.



Hoy los invito a reflexionar qué estamos haciendo mal como padres, maestros, educadores, entrenadores, o lo que seamos cada quien y qué pequeña acción es, (como dijo una maestra, no de escuela, pero sí de vida), el mínimo paso elegante en la formación de nuestra sociedad.